Huerto urbano - jardinitis.com |
Es lo que se llama un hobby verde. Una verdadera fiebre por plantar, cosechar y comer lechugas propias, criadas a la pinta de uno; sacadas de la terraza del departamento o del jardín de la casa. Ni más lejos ni más espacioso que esto.
"¡Esto es algo que se contagia!", admite Natalia Jara, fiel exponente de este fenómeno que, día a día, atrapa a nuevos santiaguinos. Encantados todos al descubrir que ya no hay excusas para no dedicarse a la agricultura urbana, pues se ha comprobado que para sembrar verduras en espacios reducidos solo basta un poco de tierra, un recipiente y agua.
Algo de lo que también sabe Macarena Maturana, dueña del vivero Mao.
"Los huertos están muy de moda, diría que es una tendencia universal", añade con conocimiento de causa, pues ha visto cómo se venden y agotan productos elaborados por ella misma, como los maceteros en altura (fabricados con tubos de PVC) para plantar verduras.
MEDIA HORA TODAS LOS DIASLa agricultura urbana es sinónimo de cultivo en la ciudad y, como tal, implica la producción de hortalizas, frutales, hierbas medicinales, e incluso de animales dentro de los límites urbanos.
"El fin último es la producción de alimentos", explican Pablo Sepúlveda y Claudia Barriga, ingenieros agrónomos y socios en Canvis, empresa que, entre otros proyectos, fomenta la implementación de huertos urbanos.
Son parte del hobby verde. Predican y practican en lugares como Matucana 100, fundación MOA o centros comunitarios.
Son unos convencidos de que la agricultura urbana permite intervenir cualquier espacio que esté subutilizado. Santiago, por cierto, está lleno de este tipo de rincones.
Eso lo saben Claudia y Pablo. "Siempre nos estamos fijando, pero faltan instancias y leyes que apoyen iniciativas asociadas a la agricultura urbana", advierten.
A pesar de estos vacíos, cada día son más los entusiasmados por sembrar y comer sus propios tomates cherries. Razones hay muchas. Desde las históricas, cuando Europa salía de la Segunda Guerra y la gente necesitaba autoabastecerse, hasta las ganas de compartir o de alimentarse de manera más sana.
"La agricultura urbana le permite a cualquier persona cultivar en su hogar, sin importar la cantidad de espacio que tenga. Al mismo tiempo, promueve la alimentación saludable y el trabajo colectivo entre los diferentes integrantes del grupo familiar", explica Julia María Franco, coordinadora de la Aldea del Encuentro, corporación dependiente de la Municipalidad de La Reina.
Diez años lleva enseñando a hacer huertos en casa y si hay algo que saca al limpio es que la tierra, definitivamente, remece. "Tanto mujeres como hombres empiezan a vivir más en contacto con la naturaleza; conocen los ciclos estacionales, se calman y aprenden a tener paciencia". Nadie lo pasa mal cuando come lo que cosecha. Más aun si la lechuga viajó directamente del macetero al plato de ensalada. A juicio de Claudia Barriga y Pablo Sepúlveda, los jóvenes son lejos los más interesados, no solo por una necesidad de estar cerca del verde, sino también porque es una oportunidad para poder compartir con otros. "La idea es que la agricultura urbana sea algo beneficioso, pero que no nos quite demasiado tiempo. Media hora como máximo, todos los días. No se necesita estar picando la tierra constantemente, sino más bien monitorear, regar y esperar", advierte Claudia Barriga.
Valeria Kunstmann. Jugar con tierraSu apellido la delata favorablemente. De inmediato surge la imagen de los colonos alemanes, del río Calle Calle, del campo y de la cerveza. Por eso es fácil comprender su afición por los huertos.
"Siempre he tenido plantas en mi jardín. Incluso viviendo en departamentos. Uno lo ve en sus padres. Si ellos no te ponen en contacto con la naturaleza; si no te enseñan a valorarla, es difícil involucrarse", aclara esta ingeniera agrónoma.
Lo de Valeria es una filosofía de vida. Dice que solo los que han vivido en el campo saben lo que es estar lejos del arribismo y cerca de la paciencia. Convencida de que, bajo esas condiciones, los niños crecen sabiendo que es bueno esperar, ofrece talleres de huertos infantiles, además de dirigir su empresa Potgarden, destinada a ofrecer productos de jardinería al alcance de todos.
"Hoy los niños adquieren hábitos vinculados al uso del computador y televisor. Casi ni juegan con tierra porque la asocian con mugre, cuando en realidad es importante que la toquen, que la huelan, que se den cuenta de que es parte de la naturaleza", dice. Por cierto que ve avances y admite que cada día se topa con nuevos agricultores urbanos, pero su meta sigue siendo que los niños aprendan que un brócoli es una flor, que una zanahoria es una raíz y una acelga, una hoja; que se encanten con las verduras tal como lo hizo ella de pequeña. "Cuidar plantas motiva mucho", termina reconociendo Valeria, no sin antes enseñar sus secretos: "En invierno, dentro de la casa, conviene tener una ventana que dé al norte, que le llegue sol. Las plantas demoran un poco más en germinar, pero se puede".
Natalia Jara. Las lechugas en el techoCuesta creer que adentro de un bello y clásico departamento ubicado en el barrio El Golf pueda haber tanto, pero tanto verde, como lo hay en el de Natalia Jara, médico a punto de terminar su especialidad en nutrición. "Esto es algo que se contagia", dice, mientras se pasea por su living y muestra tomates, rúculas, almácigos de habas, decenas de hierbas y una diminuta araucaria. Afuera crecen zanahorias, lechugas y brócoli.
"Cuando llegamos a este edificio, con mi pololo, como no teníamos terraza, ¡nos tomamos el techo!", cuenta entre risas y admite más de alguna discusión con los vecinos. Su sueño es tener la casa grande con patio o el departamento con terraza, pero mientras eso no sucede, ¡buenas son las azoteas!
"Como soy nutrióloga, me fijo más en la comida saludable. Pienso que tener un huerto es un trabajo personal. Suena un poco cliché, pero esto es preocuparse de otro todo el rato. Aunque esté cansada, sé que tengo que regar las plantas porque si no se van a morir", dice. Natalia se crió en el campo, corriendo por los prados de Panguipulli.
Toda una vida sacando porotos de la huerta para luego cocinarlos y comerlos, por eso ahora se da tiempo para sus plantas. Con solo mirarlas se da cuenta si alguna está mal, enferma o le falta agua. Viene de familia, cuenta; de vivir en medio del verde. Y, aunque ahora su realidad sea la urbana, se las arregla perfecto: compra semillas orgánicas en Olmué y ocupa los maceteros para plantar lechuga, espinaca, tomate o brócoli. "Lo más emocionante es que comes el resultado de tu esfuerzo. Da felicidad", admite.
Alejandra Schmidt. La magia de las azaleasVarias razones explican su afición por los huertos, pero hay una primera historia que marcó su pauta: "De chica siempre tuve plantas.
No así como una gran jardinera, sino que tenía, por ejemplo, azaleas en la ventana. Florecían dos veces al año y ¡las sentía tan especiales por eso! Creo que esa magia me motivó para seguir teniendo algo mío hasta hoy", admite Alejandra, editora de Zig-Zag y autora del libro La Mamá de la Mamá de mi Mamá.
Un impulso inicial que siguió tomando varias formas a lo largo de su vida. En 2003 Alejandra se casó y se fue a vivir con su marido a la costa oeste de Estados Unidos.
Vivían en un departamento pequeño, donde siempre trató de tener invernaderos en miniatura. "Me encanta cocinar. Es mucho más rico contar con los condimentos a mano, porque tenerlos ahí frescos, ¡es un must!", reconoce.
Antes de regresar a Chile también vivieron en una casa cuyo jardín incluía plantas de tomates y frutillas silvestres. El paraíso para ella y para su hija Violeta. Esta última y su hermana, Matilde, dan cuenta de la otra razón poderosa por la que Alejandra planta albahaca y tomillo sagradamente en casa. "Estamos en la ciudad del cemento, entonces es importante que los niños vean la naturaleza. La Violeta siempre habla de cuidar el planeta, y las plantas son fundamentales para eso. Me pregunta de dónde vienen las cosas, entonces si ve la semilla que crece de la tierra, comprende más fácil".
Para ella esto es un tema familiar. El marido prepara la tierra, la nana enseña, Violeta, Matilde y la mamá riegan, cosechan las hierbas, las agregan a la comida y, cómo no, se las comen.
UN MACETERO O UN METRO CUADRADO Un metro cuadrado basta para comenzar un proyecto de agricultura urbana.
Esta reducida dimensión alcanza para plantar 45 lechugas, 90 cebollas o rabanitos. Un árbol frutal, incluso. Puede usarse también para producir compost, flores, almácigos o para criar lombrices, entre otros productos.
Ahora, si no hay patio, buenos son los maceteros en altura. O las botellas plásticas, partidas por la mitad y cubiertas con algo de ripio y tierra. Una planta por cada recipiente.
Ojalá que sean de aquellas que no tienen un gran crecimiento de raíces, como lechugas, rabanitos, acelgas, espinacas o hierbas medicinales.
Algo de lo que también sabe Macarena Maturana, dueña del vivero Mao.
"Los huertos están muy de moda, diría que es una tendencia universal", añade con conocimiento de causa, pues ha visto cómo se venden y agotan productos elaborados por ella misma, como los maceteros en altura (fabricados con tubos de PVC) para plantar verduras.
"El fin último es la producción de alimentos", explican Pablo Sepúlveda y Claudia Barriga, ingenieros agrónomos y socios en Canvis, empresa que, entre otros proyectos, fomenta la implementación de huertos urbanos.
Son unos convencidos de que la agricultura urbana permite intervenir cualquier espacio que esté subutilizado. Santiago, por cierto, está lleno de este tipo de rincones.
Eso lo saben Claudia y Pablo. "Siempre nos estamos fijando, pero faltan instancias y leyes que apoyen iniciativas asociadas a la agricultura urbana", advierten.
"Hoy los niños adquieren hábitos vinculados al uso del computador y televisor. Casi ni juegan con tierra porque la asocian con mugre, cuando en realidad es importante que la toquen, que la huelan, que se den cuenta de que es parte de la naturaleza", dice. Por cierto que ve avances y admite que cada día se topa con nuevos agricultores urbanos, pero su meta sigue siendo que los niños aprendan que un brócoli es una flor, que una zanahoria es una raíz y una acelga, una hoja; que se encanten con las verduras tal como lo hizo ella de pequeña. "Cuidar plantas motiva mucho", termina reconociendo Valeria, no sin antes enseñar sus secretos: "En invierno, dentro de la casa, conviene tener una ventana que dé al norte, que le llegue sol. Las plantas demoran un poco más en germinar, pero se puede".
"Cuando llegamos a este edificio, con mi pololo, como no teníamos terraza, ¡nos tomamos el techo!", cuenta entre risas y admite más de alguna discusión con los vecinos. Su sueño es tener la casa grande con patio o el departamento con terraza, pero mientras eso no sucede, ¡buenas son las azoteas!
Toda una vida sacando porotos de la huerta para luego cocinarlos y comerlos, por eso ahora se da tiempo para sus plantas. Con solo mirarlas se da cuenta si alguna está mal, enferma o le falta agua. Viene de familia, cuenta; de vivir en medio del verde. Y, aunque ahora su realidad sea la urbana, se las arregla perfecto: compra semillas orgánicas en Olmué y ocupa los maceteros para plantar lechuga, espinaca, tomate o brócoli. "Lo más emocionante es que comes el resultado de tu esfuerzo. Da felicidad", admite.
Varias razones explican su afición por los huertos, pero hay una primera historia que marcó su pauta: "De chica siempre tuve plantas.
No así como una gran jardinera, sino que tenía, por ejemplo, azaleas en la ventana. Florecían dos veces al año y ¡las sentía tan especiales por eso! Creo que esa magia me motivó para seguir teniendo algo mío hasta hoy", admite Alejandra, editora de Zig-Zag y autora del libro La Mamá de la Mamá de mi Mamá.
Un impulso inicial que siguió tomando varias formas a lo largo de su vida. En 2003 Alejandra se casó y se fue a vivir con su marido a la costa oeste de Estados Unidos.
Vivían en un departamento pequeño, donde siempre trató de tener invernaderos en miniatura. "Me encanta cocinar. Es mucho más rico contar con los condimentos a mano, porque tenerlos ahí frescos, ¡es un must!", reconoce.
No así como una gran jardinera, sino que tenía, por ejemplo, azaleas en la ventana. Florecían dos veces al año y ¡las sentía tan especiales por eso! Creo que esa magia me motivó para seguir teniendo algo mío hasta hoy", admite Alejandra, editora de Zig-Zag y autora del libro La Mamá de la Mamá de mi Mamá.
Un impulso inicial que siguió tomando varias formas a lo largo de su vida. En 2003 Alejandra se casó y se fue a vivir con su marido a la costa oeste de Estados Unidos.
Vivían en un departamento pequeño, donde siempre trató de tener invernaderos en miniatura. "Me encanta cocinar. Es mucho más rico contar con los condimentos a mano, porque tenerlos ahí frescos, ¡es un must!", reconoce.
Antes de regresar a Chile también vivieron en una casa cuyo jardín incluía plantas de tomates y frutillas silvestres. El paraíso para ella y para su hija Violeta. Esta última y su hermana, Matilde, dan cuenta de la otra razón poderosa por la que Alejandra planta albahaca y tomillo sagradamente en casa. "Estamos en la ciudad del cemento, entonces es importante que los niños vean la naturaleza. La Violeta siempre habla de cuidar el planeta, y las plantas son fundamentales para eso. Me pregunta de dónde vienen las cosas, entonces si ve la semilla que crece de la tierra, comprende más fácil".
Para ella esto es un tema familiar. El marido prepara la tierra, la nana enseña, Violeta, Matilde y la mamá riegan, cosechan las hierbas, las agregan a la comida y, cómo no, se las comen.
UN MACETERO O UN METRO CUADRADO Un metro cuadrado basta para comenzar un proyecto de agricultura urbana.
Esta reducida dimensión alcanza para plantar 45 lechugas, 90 cebollas o rabanitos. Un árbol frutal, incluso. Puede usarse también para producir compost, flores, almácigos o para criar lombrices, entre otros productos.
Ahora, si no hay patio, buenos son los maceteros en altura. O las botellas plásticas, partidas por la mitad y cubiertas con algo de ripio y tierra. Una planta por cada recipiente.
Ojalá que sean de aquellas que no tienen un gran crecimiento de raíces, como lechugas, rabanitos, acelgas, espinacas o hierbas medicinales.
Esta reducida dimensión alcanza para plantar 45 lechugas, 90 cebollas o rabanitos. Un árbol frutal, incluso. Puede usarse también para producir compost, flores, almácigos o para criar lombrices, entre otros productos.
Ahora, si no hay patio, buenos son los maceteros en altura. O las botellas plásticas, partidas por la mitad y cubiertas con algo de ripio y tierra. Una planta por cada recipiente.
Ojalá que sean de aquellas que no tienen un gran crecimiento de raíces, como lechugas, rabanitos, acelgas, espinacas o hierbas medicinales.
AUTORES: LORETO NOVOA / FOTOS: NICOLÁS SANTA MARÍA
FUENTE: REVISTA MUJER
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